Durante el último año y medio, los autores de este trabajo entrevistamos diez veces a Charly García. Siete de esas diez entrevistas, ninguna inferior a las dos horas, fueron realizadas especialmente para esta edición.
Charly nos contó su vida, desde el principio, y demostró a la vez prodigiosa memoria y absoluta franqueza. Lo que se publicará en éste y el próximo número de Rolling Stone es menos de la cuarta parte de lo que Charly nos contó, y aun así es la nota más larga jamás publicada en esta revista.
Charly nos contó su vida, desde el principio, y demostró a la vez prodigiosa memoria y absoluta franqueza. Lo que se publicará en éste y el próximo número de Rolling Stone es menos de la cuarta parte de lo que Charly nos contó, y aun así es la nota más larga jamás publicada en esta revista.
Nunca pudimos arreglar uno de estos encuentros con dos días de anticipación. Es imposible con Charly. La única vez que lo intentamos, cuando llegamos a su casa dormía y no hubo forma de despertarlo. Cuando lo llamábamos, si tenía ganas de hablar nos decía vengan ya, o, a lo sumo, vengan dentro de una hora. Casi siempre nos recibió en su habitación, recostado sobre la cama. Uno de nosotros se acomodaba en el borde de la cama; el otro se sentaba en una silla. A veces, antes de empezar, tocaba para nosotros algún tema nuevo. Otras, cuando durante la charla recordaba algún tema viejísimo e inédito, lo hacía en su guitarra. A veces había fans (chicas) que presenciaban la conversación en silencio. A veces, no. Como fuere, en cada uno de esos encuentros hubo magia. No fue sólo lo que Charly contó, sino también cómo lo contó. Esta es la primera parte de su historia. Este es García. Charly García.
–¿Cuándo observaste por primera vez que tenías talento para la música?
–Lo primero que me acuerdo es de la “sitarina”. Todavía quedan algunas en las jugueterías o en las casas de música. Vendría a ser un triángulo… Es como el arpa de un piano pequeño: se toca con una púa, y al lado de las cuerdas tiene un papel con las notas y flechitas que indican cómo es la canción, así que cualquiera puede tocarla. Cuando toqué una por primera vez, me di cuenta de que yo pensaba, que asociaba ideas musicales. Bah, uno no piensa todas esas cosas cuando es chico, pero me acuerdo de la sitarina y de lo mágico que era tocarla. La primera escena top, con testigos, fue cuando me llevaron al piso de arriba y había un piano de verdad. Hasta entonces tocaba con pianitos de juguete. Entonces querían ver si era capaz de tocar en un piano de verdad. Sobre todo mi madre, que era –es– muy hinchapelotas. Fuimos a lo del vecino; los vecinos comenzaron a silbar melodías y yo las iba sacando. Y eso que era nene-nene, guga-guga, 3 años tenía… La oficial, la desvirgadora, fue “Torna a Sorrento”, que estaba en una cajita de música con una bailarina, y yo la saqué en el piano. Creo que el solo de “Seminare” viene de esa cajita de música.
–¿Y después?
–Y después escuchaba los discos de la señora que me cuidaba, que se llamaba María. Escuchaba música española, zarzuelas… Y me gustaban.
–Tu vieja detectó algo…
–… y me trajo el conservatorio a casa (se ríe). Vino la profesora Julieta Sandoval, que se enamoró de mí; era su alumno favorito. Yo no iba al conservatorio, daba examen a fin de año. Fueron diez o doce años, y en todos mis exámenes me saqué sobresaliente o felicitado, en Teoría, Solfeo, y en Interpretación.
–¿Qué tocabas?
–“Para Elisa”, cosas así… Tocaba bien. Bah, toco bien… (se ríe). Chopin era el que más me gustaba. Era el que tenía más sensibilidad pop entre los clásicos. A la vez, me aprendía las historias de estos seres hiperreventados. Me autoflagelaba, me cortaba, me pegaba en los brazos…
–A la tierna edad de…
–…6 años (risas). Me habían inculcado la idea cristiana de que a través del dolor se llegaba a la sublimación de la papa, o algo así. Y yo me la creía.
–No abandonaste del todo esa idea…
–Cierto (risas). Eso se retomó después de ver un video de Marilyn Manson. (Muestra su brazo izquierdo, tajeado.) Tengo tres rayitas, nomás. (Extiende su brazo derecho, repleto de ampollas.) Estos son puchos, son autoquemaduras…
–…
–Ponéle que estoy hablando con un tipo... Viste que hay épocas que son especialmente polémicas, y me discuten todo, me sacan de mis casillas o me quieren cagar a trompadas. En muchos casos, o estoy en desventaja, o no tengo ganas de pelear. Entonces, puedo hacer así (extiende su brazo derecho, con la mano izquierda toma un cigarrillo, por suerte apagado, y lo hunde en su brazo derecho). Ahí se dan cuenta de que cuando uno dice cortála es en serio. Es un buen truco; en el momento no te duele. Te duele después…
–¿Cómo es eso de que Chopin era el que tenía más sensibilidad pop?
–No sé, era el que más me gustaba…
–¿Y a qué te referís con “sensibilidad pop”?
–Supongo que debe ser cierto amariconamiento del rock & roll… sensibilidad pop, qué sé yo… También se puede tener sensibilidad rock… Bah, en realidad uno tiene sensibilidad. Te voy a dar nombres de tipos con sensibilidad pop: Neil Sedaka, Elton John, los Beatles, Brenda Lee, las Shirelles y Palito Ortega cantando “Sabor a nada”. Say No More.
–¿Cómo era la profesora Sandoval?
–Tenía el pelo recogido. Tendría entre 50 y 55 años, era súper católica, recatadísima, pero a la vez tenía el vuelo del mundo ése donde se piensa que flagelándose… qué sé yo. O sea, tiene su parte buena. Te vendía un cuento de hadas, y uno, cuando es chico, cree en los cuentos de hadas. Uno no ve la realidad real. Yo no veía la realidad en ningún lado. Hasta un momento, en mi casa todo era feliz como un almuerzo con Mirtha Legrand… hasta que dejó de serlo. Y bueno, vuelvo: yo tenía cuadernos de música… Ella me entrenaba para ser un concertista; me exigía, me hacía tocar piezas como El clave bien temperado, de Bach, que me salió a los 9 años. Teníamos un concierto por año. Me traía dulces, era como mi novia. Me acuerdo del backstage de los conciertos, que era una piecita medio oscura, con una escalerita que iba al escenario y un minitelón de terciopelo. Había mucho terciopelo, yo esperaba para salir y ella estaba con un rosario, rezando.
–¿Dónde eran estos conciertos?
–En el salón del conservatorio Thibaud Piazzini. Al principio yo era tan chiquito que no llegaba a los pedales. Ahí me convertí en una especie de star. Me venían a ver las viejas, y después de los conciertos me llevaban a tomar helados a confiterías sofisticadas…
–Todavía no pensabas en componer…
–Ves, por ahí la sensibilidad pop me la puso El Club del Clan. A mí al principio no me gustaba ninguna música que no fuera lo que estaba escrito, Chopin y todo eso… Y en un momento me dio por componer. “Espejos”, por ejemplo, lo compuse a los 10 años; se lo mostré a mi vieja y ella me atormentaba, se lo tenía que cantar a todo el mundo.
–¿Y a la profesora se lo mostraste?
–No, ni le decía.
–¿Por qué?
–¿Viste la película Mahler? En una parte el pibe está tocando el violín y el maestro le pregunta de dónde salió esa melodía. El pibe, contento, le contesta: “De mi cabecita”. El maestro le pega con la regla y le pregunta cómo se llama el tema, y el pibe le dice “La marcha de los gatitos”, y el maestro, muy enojado, le dice: “«La marcha de la mierda», componer es para Beethoven…”.
–Tu profesora te estimulaba para que tocaras, pero te castraba como compositor…
–Para ella, yo tenía que ser un concertista, porque tocaba bien el piano.
–Mientras tocaras obras de otros, todo bien…
–No “obras de otros”: obras de música clásica. Los concertistas viven en otro mundo, son medio nerds… Bah, en el fondo somos todos nerds…
–…
–Fueron ocho años, más o menos, así. Y yo lo disfrutaba. Además, me daba ciertas ventajas con el otro colegio, el normal. Con que me fuera bien en el reformatorio, estaba todo bien. No sé qué fue de Julieta Sandoval. Me gustaría que se hubiera enterado de que triunfé. ¡Yo componía y todo, boluda..!
–¿Ibas a ver concertistas clásicos?
–No, vivía en el pasado. En Chopin, vampirizado por la mina… Creía en el dolor como droga. Eso está bueno.
–¿Cuál fue el primer show que viste?
–Vi por televisión a los Beatles en El show de Ed Sullivan. Eso fue determinante para que yo decidiera ser los Beatles o algo así. Bah, no pensaba que yo pudiera ser eso, lo veía lejano, como Chopin o algo así, pero me gustaba.
–¿Y el primer show que fuiste a ver?
–Creo que fue Almendra en el cine Pueyrredón de Flores, con Banana como soporte. Me acuerdo que todo el mundo, cuando tocaba Banana, cantaba: “Banana, banana, la concha de tu hermana” (risas)… Y Almendra era buenísimo, las canciones eran fabulosas. Y sobre todo, el asunto de estar cerca de un ídolo, estábamos juntos, bien hippie. Los pibes percibieron la rebeldía de los Beatles. El Flaco [Spinetta] con sus pantalones de colores, increíble… Y me acuerdo de haber ido al [Instituto] Di Tella: entraba ahí y era como si me drogara (risas). Vi una muestra de Marta Minujín, y tocó Almendra, pero sin el Flaco, como trío, una zapada… Me acuerdo de la chica de atrás que, por la iluminación, tenía los dientes muy blancos… Ese día salí alucinado, me tiré en la calle… La policía era el enemigo.
–¿Y la música en la escuela?
–A ver… La música… En la primaria me sentía aislado; a nadie le gustaba la música. En realidad, desde el principio tocaba para levantarme minas.
–Eso no cambió…
–No, no va a cambiar nunca (se ríe). Yo pensaba que si tocaba un piano, por lo menos iba a ligar un sánguche y una mina. Y con eso tiraba (se vuelve a reír). Era un pibe joven, inocente… (tararea “Dime quién me lo robó”): “La escuela estaba ahí, esperando por mí”… Al principio, la escuela me aterrorizaba. Iba a un colegio público, lo cual era un poco raro.
–¿Por qué “raro”?
–Porque mi familia era un poco especial y vivía en el mundo de la clase alta. Cuando empezaron a caer, tuvieron que mandarme a un colegio de doble escolaridad. Entonces fui al Aeronaútica Argentina, que queda en Quilmes… Y me hice vago, reventado, de hacer quilombo. Hasta ese momento, lo que me molestaba de la escuela era el quilombo. No entendía por qué los pibes querían quebrar el orden; en la música clásica, a nadie se le ocurriría cambiar una corchea a lo que escribió Mozart. Como ése era mi mundo, cuando veía una zapada tan grande como el colegio, me ponía nervioso. Y la música que no fuera clásica me ponía nervioso: escuchaba algo desafinado y me ponía nervioso.
–¿Y no había pibes rockeritos?
–No, en la primaria no, y en la secundaria, el rockerito era yo. Elegía pibes para que tocaran conmigo, de acuerdo con la ropa que tenían. Eran dos o tres y estábamos en el look de los Who. Una cosa para muy pocos, porque nadie escuchaba a los Who entonces.
–¿Cómo te llegaba esa información?
–En Canal 2 pasaban cosas de rock y además mi vieja trabajaba en una radio, y entonces traía muchos discos… Una vez trajo el simple “Like a Rolling Stone”, de Bob Dylan, y me volví loco. “¿Cómo puede ser que esto exista?” Era alucinante. Por eso componía en inglés.
–Y así formaste tu primera banda…
–Sí, pero la banda no era la gente que la integraba, era la idea que yo tuviera. Agarraba a uno y me hacía amigo, y le hinchaba las pelotas para que se comprara una guitarra eléctrica. Entonces armé To Walk Spanish, que quiere decir “Los que hacen lo que no quieren” no sé en qué dialecto [N. de la R.: según el Dictionary of Phrase and Fable, de E. Cobham Brewer, 1898, “walk spanish” significa “despedir (de su empleo) a alguien”.] Tocábamos temas de los Byrds, de Hendrix, de Vanilla Fudge… Antes de formar esta banda yo ya me llamaba Charlie, porque la profesora de inglés me decía Charlie. A todos les decía “Pérez”, “González”, qué sé yo, y a mí me decía (imita la impostación de una profesora de inglés) “Charlie”… Esto fue a fines de la primaria, principios de la secundaria. Después conocí a un pibe que se llama Carlos [Piégari], que tenía otro grupo [The Century Indignation, que después se fusionaría con To Walk Spanish y daría lugar a Sui Generis], y ahí empezó a agitarse en serio. Cantábamos nuestras propias canciones; “Monoblock”, por ejemplo. Y compusimos una ópera rock antes que los Who. Era Teo, sobre un tipo que fue “hijo de una luna fecundada en…”, no me acuerdo, como si fuera un personaje de Roberto Arlt… Carlos estaba influido por Poni Micharvegas, Jorge Schussheim y toda la música de café concert. Las letras eran importantes. Nito cantaba con él.
–¿Recordás letras de aquella época?
–De Teo, no, pero me acuerdo de otras que eran buenísimas. “Lava la ropa, Juana”, por ejemplo. (Empieza a recitar la letra, se aburre, dice: “Mejor te la canto”. Enchufa uno de los teclados que tiene en la cama.) Esas letras no eran todas mías, eran de todos… (Empieza a tocar.) “Lava la ropa, Juana/ lávala sin cesar/ porque tu marido/ no vuelve de trabajar”… Bueno, tenía muchos cambios de ritmo, y después la pintaba a ella como una especie de obrera sexualizada por el marido (sic), y terminaba (vuelve a tocar) … “Y te acuerdas/ de aquel príncipe azul/ que una vez/ te invitaba a bailar…/ Ya no es/ más que un pobre infeliz…” (risas).
–Un antecedente de “Natalio Ruiz”…
–Algo así. También está “Te recuerdo, invierno”, “Marina”… (Canta): “Andan diciendo por ahí que se perdió/ una niña que se/ llamaba Marina”… La melodía es parecida a “Porque estamos en la calle/ de la sensación…” [de “Seminare”]. Dicen que uno compone todo en la adolescencia, y que después recuerda. Tiene algo de verdad.
–¿Cuáles eran las actividades habituales de ese incipiente Sui Generis?
–Nos juntábamos en mi casa, o yo iba a la casa de Carlos, y después estaba Pipi Correa, que entró más tarde. ¿Qué hacíamos? Ir a las grabadoras, por ejemplo. Carlos, Nito y yo. Ibamos a cbs. Nos daban una cita, íbamos y tocábamos con las guitarras. Nos bancamos todas. Queríamos grabar discos, y lo hicimos. Justo cuando ya habían desistido casi todos, nos agarraron a Nito y a mí. Pero antes nos pasaron mil cosas. ¿Querés que te cuente una?
–Y dale.
–Estábamos en Philips. Teníamos una cita con un productor. Pasamos por una oficina; un tipo nos llamó y nos tuvo cantando dos horas: llamó a las minas de la oficina, empezamos una relación, todas las semanas nos pedía guita para comprar una botella de whisky para los capos de la compañía… Un día fuimos, pasamos por su oficina: la silla vacía. Preguntamos por el tipo y no era productor, era uno cualquiera que se había metido ahí. Nunca habíamos hablado con el productor de Philips.
–Vaya…
–¿Lo tenés a Francis Smith?
–Sí.
–El me dijo que lo que hacían ellos en las compañías eran latas de arvejas; que no importaba que las arvejas fueran buenas o malas, sino que se vendieran, que fueran comerciales. Después a Jacko Zeller, otro productor, le vendimos “Monoblock”, pero él nos quiso poner una condición: del otro lado del simple tenía que estar un tema de él, “Y Péguele Fuerte”, que se usaba para una propaganda de ypf [Yacimientos Petrolíferos Fiscales, hoy en manos de la española Repsol]. Era una época de mierda. La primera música pop con algún tipo de sensibilidad fue la de Almendra; hasta ese momento, cantar en castellano era mersa. Todo era basura. Una vez subimos once pisos por la escalera, hasta llegar a las oficinas de una compañía para cantarle toda la ópera a un productor. Las paredes de su despacho estaban empalizadas de Discos de Oro. Le cantamos la ópera, que duraba media hora, y casi nos contrata. Bajamos corriendo por la escalera, súper felices, y tardamos en averiguar cómo era realmente el asunto. El tipo decía que los discos salían primero en Australia, y que una vez que éramos famosos en el mundo, los editaban acá (risas). Y nosotros le creíamos. Después nos enteramos de que a los grupos los tenían bajo un contrato híperleonino que incluía limpiar la oficina, hacer de cadetes… En una época intentamos semivendernos. Hacíamos temas que eran semicomerciales, que estaban buenos. (Toma la guitarra, canta): “Con el pelo en la cara, la lluvia mojando su piel…”. “Niña de abril”, se llamaba. Y entonces apareció Jorge Alvarez y zafamos. Todavía no éramos muy buenos. Almendra nos parecía inalcanzable, tocaba mucho mejor que nosotros. Teníamos buenas canciones y punto: lo nuestro era hiperbarroco. Había arreglos por todas partes (toma la guitarra y vuelve a cantar; acaba de recordar la letra del tema de la ópera): “Teo fue hijo de una luna fecundada/ por un gato medio reo/ un sábado 32./ Teo, Teo/ una mañana, laralalaralá…”. En esos días escribí “El ovillo de hilo”, que años después, con otra letra, fue “Plateado sobre plateado”.
–¿Recordás el debut de Sui Generis?
–No mucho. Fue en el Club Italiano, enfrente del Parque Rivadavia. Cuando terminó el show, el bajista y yo estábamos en el baño y vino un pibe y le dijo: “¿Vos tocás el bajo?”. “Sí.” “¿Y para qué, si ustedes hacen pum pum?” (risas). Después me acuerdo de un show en un club: llegamos, vino el dueño y nos dijo éste es el camarín, acá se pueden cambiar. Y nosotros nos cambiamos: yo me puse la remera del bajista, el bajista se puso la mía (risas)… Después, cuando empezamos a ser un cachito conocidos, tocamos en el teatro abc, en el Centro, en la tras-trasnoche. También tocaban Roque Narvaja, el negro Jimmy, Pedro y Pablo, y a veces Pappo. Eso mataba. Fue la primera vez que me pidieron un autógrafo. Ahí conocí a la madre de mi hijo [María Rosa Yorio]. Salíamos Nito y yo por la escalera, y estaban ella y dos chicas más, de blanco, vestidas de ángeles, diciendo que nosotros éramos mágicos, inalcanzables y no sé qué…
–¿Cómo llegaste a ser el tecladista en el primer disco de Raúl Porchetto [“Cristo Rock”, el debut de Charly en un estudio]?
–Buena pregunta. En un show en el club Luz y Fuerza, en la calle Perú, conocí a León Gieco y a Porchetto, que estaba con la idea de hacer una ópera. Era Cristo Rock, y me puso de pianista. Nos fuimos a ensayar a un garaje en Mercedes. Vivimos ahí una semana…
–La época en que Porchetto tenía onda…
–Sí… (Se ríe, piensa.) Sí. Cuando volvimos a Buenos Aires entramos en el estudio, y de los que habíamos ido a Mercedes, el único que grabó en ese disco fui yo. No, también estaba el baterista. Estaba Jorge Alvarez en la consola, Billy Bond fumando porro… Había cola para reemplazarnos. Estaban David [Lebón], Pappo… Tocaba uno, y los de afuera decían: “No suena nada…”.
–¿Tenían envidia?
–No, no era envidia. Lo hacían para gastarnos. Como que eran muy heavies, ponían el Marshall a mil, qué sé yo. Los músicos de La Pesada del Rock ’n’ Roll me gastaban un poco, pero me aceptaban porque sabían que tocaba bien. Cuando tocaba el más mínimo arreglo o fraseo, me decían: “Pará, Chupín”, por Chopin. Cuando toqué con ellos, después, tenía que tocar corcheas en octava: clin, clin, clin, clin (imita con la voz el sonido de un pianista del tipo Jerry Lee Lewis) y podía hacer eso, nada más.
–¿Cómo sonaba el Sui Generis que la mayoría no escuchó, el de seis integrantes?
–En mi cabeza sonaba como Vanilla Fudge, que hacía covers psicodélicos de los Beatles y de las Supremes, con mucho órgano y mil partes distintas. Vanilla Fudge estaba muy adelantado a su época, fue un antecesor de Deep Purple y de lo que después fue el rock sinfónico. Yo tocaba un órgano Farfisa y una guitarra Rickenbaker. Nito en esa época estaba bien de fondo. Medio músico. Estaba ahí, hacía panderetas, cantaba un poquito, era muy tímido.
–Ya tocaba la flauta…
–Sí, lo que llamaba más la atención de él eran el peinado y las orejas (se ríe)… Era un freak, parecía uno de los Roxy Music. En el Dámaso [Centeno, el colegio al que fueron Charly y Nito] tenía que usar el pelo corto, era la mano “Aprendí a ser formal y cortés”, con la nuquita rapadita. Nos dejábamos el pelo largo hasta el ombligo, y después nos hacíamos un rodete. Ahí nació el peinado a dos aguas tan característico que después Nito no cambió nunca (risas)…
–Que después copió Sergio Denis…
–Claro. Sergio Denis es un admirador de Nito. Lo ha dicho públicamente.
–Nos contaste cómo sonaba Sui Generis en tu cabeza. ¿Y en vivo?
–Se hacía muy difícil tener un baterista. Nuestro primer baterista, Beto Rodríguez, duró hasta que Sui Generis se intelectualizó. Nito era el segundo del grupo de Piraña [Carlos Piégari; The Century Indignation]. Teníamos buenas voces y buenas letras. Con Piraña éramos los Lennon y McCartney del colegio. Primero, To Walk Spanish fue una especie de Vanilla Fudge. Y después fue Vanilla Fudge pasado por el café concert, que era lo que le gustaba a Piraña. Luego él dejó la banda porque la madre no lo dejó cantar en La Boca.
–¿Cómo fue que tu vieja te echó de casa?
–Pasó que no hacía lo que ella quería. Cuando salieron los Beatles, ya se los dije una vez (véase RS 36), dije: “Concertista tu abuela: a mí me gusta más esto”… Para ser concertista había que estar diez horas por día en el piano y había que ser puto (risas)...
–¿Cómo fue?
–No fue una vez sola. Todos los días me echaba de casa. Nunca lo tomé como en las películas, donde el echado dice: “¡Nunca más volveré a esta casa!”. ¡Las pelotas! Yo sentía que la casa era mía, y se van todos a la concha de su madre. Volvía a la noche y sacaba algo de comer de la heladera. Después, cuando la conocí a María Rosa, éramos dos a los que habían echado de casa. El día que íbamos a dormir en una plaza, vendí un amplificador y pude pagar la pensión. Y ahí empecé a vivir de la música.
–¿Te acordás de la primera vez que cobraste buena guita con Sui Generis?
–El cheque, el cheque, te lo voy a decir, fue con Adiós Sui Generis en el Luna Park. Dos de la tarde, Avenida 9 de Julio… Cuatro hippies ridículos que éramos yo, Nito, Juan Rodríguez y [Rinaldo] Rafanelli (que estaba con la novia); los cuatro yendo a un banco, cada uno con un cheque por lo que serían ahora 300 mil pesos…
–¿Y qué hiciste con esa guita?
–No te lo puedo decir, porque por eso nos metieron presos. La encontraron (risas)… No, es un chiste.
–Vamos más atrás en el tiempo. ¿Cómo fue la colimba?
–Yo estuve en Campo de Mayo. Fui un boludo: cuando hicieron la revisación me podía haber hecho el puto, el enfermo, el loco… No hice nada, porque tenía el número bajo y pensé que zafaba. Pero no era tan bajo. La colimba fue corta. Había un tipo, un general o qué sé yo, al que de caradura le dije que tenía un soplo en el corazón y que no podía hacer ejercicios, ni tiro, ni nada de eso… Me puso un papel con su firma, en la que estaba absuelto de hacer entrenamiento… Entonces, cuando hacían instrucción, me ponía la camiseta, el birrete, y adentro del birrete, el papelito. Cuando me venían a cagar a pedos, les decía: “Eh, mirá…” y sacaba el papelito. Un día vino un militar de otro regimiento. El quía me miró y me dijo: “¡Soldado, venga corriendo!”. Y yo fui caminando, en mi personaje. Tenía un soplo en el corazón. Entonces, cuando llegué me cagó a pedos. “¡Vaya para allá y vuelva corriendo!” Fui caminando, y volví caminando. Y cuando llegué, hizo poner a todos los zumbones, esos que tienen los palos, y me rodearon. Ahí me dijo de todo, que era un puto, que me iba a cagar a palos. Yo pelé el papelito: “Mirá, yo soy amigo de éste. Vos me tocás y fuiste”. Funcionó. En vez de cagarme a palos, me dejaron. Salí corriendo, di tres vueltas al cuartel y me metí en la enfermería, gritando ay, me muero, me muero. Cuando pasó el camión que iba para el Hospital Militar, me colé. De ahí la llamé a mi vieja, vieja, socorro, me muero. Me pusieron en el séptimo piso y se olvidaron de mí. Pasaban los días y seguía en observación, porque a ese doctor lo cambiaron de turno. Y no podía cambiar el personaje, tenía que seguirla. Una noche me tomé unas anfetaminas que me dio mi vieja, para asegurar la historia del soplo al corazón… Me las tomé todas, como si fueran caramelos. Me agarró un speed que decía: “¿Qué hago acá?”. Salí con el pijama, me fui a la terraza y empecé a correr tipo fiiuuu… Pensé que me moría y ahí escribí “Canción para mi muerte”. Para esa época tenía onda con una enfermera: a cambio de hacerle unos mandados, a la noche me abría el ropero, me daba mi ropa de civil y yo salía… Salía a las 7 de la tarde y volvía a las 7 de la mañana… Ya era medio joda, entraba, salía… Un día me dan un cadáver para que lo lleve a la morgue, en una camilla. Y yo, en vez de entrar en la morgue, me meto en el casino de oficiales con el muerto, y pido dos cocacolas (risas)… Ahí me dieron una patada en el orto y me mandaron a mi casa, pero la libreta la seguían teniendo ellos. Iba al Edificio Libertador a pedir la libreta, y no me la daban. Hasta que me la dieron. En el documento habían puesto “Neurosis histérica, personalidad esquizoide”: la re-pegaron (risas)… En la oficina me agarró uno y me dijo: “Vos no estás loco”. Entonces agarré una máquina de escribir, la tiré por la ventana, rompió el vidrio y cayó al lado de unos pibes que estaban desfilando. El tipo pensó: “Okey. Está loco” (risas)… Después, ¿sabés lo que era salir al escenario con el pelo corto? Un bajón, pero a la vez me daba un look especial…
–¿Es cierto que acompañaron a Gianfranco Pagliaro?
–Hicimos una gira como soporte. Pagliaro me enseñó una forma de afinar la guitarra acústica para que sonara como una de doce cuerdas... Todos fueron muy simpáticos, macanudos con nosotros. Ya había un público nuestro, ojo; eran tres gatos, pero eran nuestro público. Y Pedro y Pablo… [Miguel] Cantilo decía que nosotros éramos la nueva; estaba recopado. En nuestra época eléctricus ensayábamos en Conesa [la casa-comunidad que habitaban, entre otros, Cantilo y Jorge Durietz]. El vio el cambio, cuando nos quedamos solos con Nito. Y le gustó más. La verdad es que con el tiempo fue buenísimo que pasara eso, porque, entre tantos arreglos que yo metía, el delirio de pendejo, la distancia con la realidad…
–Querías meter todo, todo el tiempo y en todos los temas...
–Sí. Además, no tocábamos bien. Yo era medio malo para tocar rock & roll, y los demás, ni hablar. Tocaba la guitarra, y el órgano me gustaba, pero era un Farfisa, no tenía un Hammond… Recién en Vida toqué el Hammond del estudio, la guitarra a lo Pagliaro. La primera canción que grabamos fue “Amigo…” [“Amigo, vuelve a casa pronto”], con Paco Prati en la batería… Vida lo grabamos como queríamos; había muy buen ambiente, a pesar de que nos cargaban un poquito porque tocábamos canciones en lugar de tocar rock. Quise poner “Pequeñas delicias de la vida conyugal” en el primer disco, pero quedó afuera: Alejandro Medina no lo podía tocar porque tenía más de tres tonos.
–Hay un elemento religioso muy fuerte en “Dime quién me lo robó”, esa idea de que tenés una fe que se te fue, y que desearías “volver a creer”…
–Me dio bronca haberme autoflagelado al pedo. Lo que Julieta Sandoval me inculcó, que a través del dolor y el sufrimiento se llegaba al éxtasis de los grandes genios… En vez de la droga era Cristo. Y bueno, cuando se te cae todo eso… La canción habla de eso. Sinfonía para adolescentes…
–¿Y “Amigo...”, de qué habla?
–La música tiene mucha influencia de Elton[John], del lp Madman Across the Water [1971], el primer disco de rock donde el piano fue protagonista… La letra no está dirigida a ningún personaje real. Me imaginé algo así como un tipo que se había ido; tiene algo que ver con el “Tema de Pototo”, de Almendra…
–En aquella época, muchos pibes de tu edad estaban entusiasmados con el regreso de Perón, había un clima militante en el país... ¿A vos qué te pasaba con eso?
–Yo era miembro del Partido Comunista Revolucionario, querido… Era maoísta. Iba a reuniones en las que estuvieron David Viñas, Federico Luppi y otros intelectuales… Fui a cantar un par de veces a la villa. (Pone cara de asombro, como si no pudiera creer lo que está recordando.)... ¡El Partido Comunista Revolucionario, boludo..! ¡Ja ja ja! Casi un tirabombas. Antes de conocerlos, solía decir cosas fuertes al final de los conciertos de Sui Generis: hablaba del Che Guevara, arengaba a la gente... Entonces, cuando los maoístas éstos me vinieron a hablar, me copé. En Instituciones quería poner el Manifiesto Comunista solamente para cagarme de risa. Ya Marx me parecía re-fashion…
–¿Cuánto tiempo estuviste ahí?
–Hasta que dejaron cantar a los cantantes de protesta… (risas). No, no me lo creí (duda)…
–¿Nunca te lo tomaste en serio?
–Sí, me lo tomé en serio porque me parecía que a los hijos de puta había que matarlos. Era una cosa urgente, porque si no, nos mataban a nosotros. Y estaba en un partido muy extremo, inagarrable. No me parecía que fuera peligroso, de tan extremo… Hablaban de cosas como si los rusos le habían dicho a los chinos que… Era todo un complot mundial (se ríe), tremendo, y yo tenía que hacer canciones que hablaran de la realidad, sobre ratearse del colegio… Y había una comunista que tenía buenas tetas.
–¿Cuándo tiempo estuviste ahí?
–Hasta que se fue la de las tetas... (risas). No, duró hasta que empecé a grabar Instituciones. No estaba afiliado ni nada, iba a las reuniones... Era como ser alternativo. Bueno, más que eso…
–En el 73, tocaron en un festival de la Jotapé en la cancha de Argentinos…
–¡Cómo no me voy a acordar! Estábamos por subir a tocar y apareció una mina que tenía un camisoncito divino, y me dijo que le firmara un autógrafo en las tetas. Yo tenía un minipiano. Durante el show, ¿sabés quién estaba escondida ahí abajo? La mina. Y me hizo un blowjob (risas)…
–¿Qué drogas consumías en esa época?
–Yo no me drogaba mucho, hasta la época de Instituciones… Primero fumaba marihuana, después empecé a tomar ácido con los Sui…
–¿Hay canciones de ácido de Sui?
–No se puede componer en ácido. Te pasabas doce horas en las que querías hablar y no podías. No podías estar en la ciudad, te tenías que ir al campo. Eran muy buenos, lo que tomaba Timothy Leary: te llevaban el cerebro a campos más allá de la comprensión.
–¿Te acordás del primer ácido?
–Sí, era falso. Hicimos una vaca con una groupie y conseguimos la plata para comprarlo. Nos vendieron el ácido, nos fuimos a Parque Saavedra, nos sentamos abajo del árbol a esperar… Y esperamos todo el día. Yo decía “ya pega, ya pega”, y no pegó un carajo (risas)…
–Bueno, alguna vez sí te pegó…
–Me acuerdo de una vez en Carlos Paz, en un lugar que se llamaba Icho Cruz. Después de que se separó Sui Generis nos fuimos con Nito, Rinaldo Rafanelli y David Lebón a un lugar de montañas. Nos alquilamos un hotel y sacamos las camas a la terraza. Vivíamos ahí, con dos parlantes de Winco, escuchando Mahavishnu todo el día y tomando ácido… Era amor y paz en serio, digamos; había una amiga conocida y nos íbamos a coger de una. Eramos todos hermanos, no lo digo en forma maliciosa… No existía el sida: lo peor que podía pasar era que te agarraras una blenorragia o algo así…
–Estábamos en Icho Cruz…
–Wait a minute. Primero cuento cómo llegamos ahí. Estábamos en la casa de la hermana de David y había un pelado al que no conocía nadie. Se llamaba Pocho. En esa época, cuando había alguno que no tenía el pelo largo, nos agarraba una paranoia… Seguro que era un cana. En un momento el pelado, pobre, nos dice che, no se coman ninguna, yo no soy cana ni nada… Era cholulo nomás, se derretía por estar con nosotros. Con él nos fuimos a Icho Cruz. Tomamos el ácido, y el pelado empezó a alucinar mal. Estábamos todo el día caminando como en el póster de Woodstock, todos en bolas por el campo, y en un momento me mira y dice: “¿Che, yo también tengo mocos?” (risas). Yo estaba jugando con un casete, le sacaba la cinta y lo tiraba al río. El pelado lo iba a buscar, me lo traía y yo lo tiraba de nuevo. El decía cómo puede ser que tires la música a la cascada (risas)… A la noche fue un problema comer, nos sentábamos en el restaurante y no había manera de pedir nada… (balbucea, como si estuviera “puesto”). Y el pelado dijo dejámelo a mí, y pidió un sánguche de alas de mariposa (risas)... En ese momento éramos militantes del ácido.
–¿Cómo escribiste “Cuando ya me empiece a quedar solo”?
–Lo compuse en una sillita que estaba al lado de la cama, en la pensión de Soler y Aráoz, con una guitarra criolla que tenía en el ropero, la auténtica “guitarra en el ropero”… Tenía la música en la cabeza, y enseguida supe que era impresionante.
–¿Tenías miedo de quedarte solo?
–Nooo… Cuando uno tiene esa edad, inventa todo. Jamás vi una persona como Mariel [de “Mariel y el capitán”], la situación de “Quizás porque” no existió… Yo nunca me había enamorado.
–¿Cuál fue la primera vez?
–Con María Rosa [Yorio].
–¿Y hay canciones para ella?
–“Bubulina” era ella, que es una personaje de la película Zorba el griego…
–¿Qué leías por esa época?
–Leía a Artaud, supongo que influido por Luis; a Ray Bradbury… Pero siempre me gustaron más las revistas que los libros… Me gustaba [George] Orwell y el Big Brother [se refiere al libro 1984]…
–Hablemos de “Pequeñas anécdotas sobre las instituciones”, cuando Jorge Alvarez te hizo “suavizar” las letras…
–Instituciones es mejor como salió que como hubiera sido con las letras originales…
– Las letras que quedaron son mejores.
–Yo ya estaba en una mano medio alternativus, un contra… Escribí “Tango en segunda” contra Alvarez, esa parte que dice: “A mí no me gusta tu cara…”. El tenía algunos pecadillos, como su very special forma de entender la distribución del dinero, y en ese momento asumió el papel de censor… Al principio, el disco se iba a llamar Instituciones. Si hubiera sido editado con las primeras letras, los censores por ahí se hubieran dado cuenta. Y la verdad, que no se hayan dado cuenta también tiene su gracia.
–Tiene más gracia…
–Más gracia.
–¿A qué le tenían miedo?
–A todo, desde que no te pasen por la radio, a que te peguen un tiro…
–¿Alguna vez te amenazaron?
–No. Por ahí algún conocido desaparecía o le pasaba algo, y eso generaba paranoia. No tengo ningún amigo desaparecido. Vivíamos en una burbuja. Recuerdo haber paseado en un Bentley descapotable después de la filmación de Adiós Sui Generis… Eramos como aristócratas. Estábamos medio descolgados, parecíamos hijos freaks de militares… Bah, tanto no…
–¿Por qué quisiste hacer un disco sobre las instituciones?
–En realidad, esa idea es precursora de The Wall. Me imaginaba una gran muralla de ladrillos sobre la que pintaba el Manifiesto Comunista. Veía a las instituciones como una pared gigante… En esa época se hablaba mucho de los atentados contra las instituciones, y las instituciones hablaban. Eran el Poder. Los militares, bah, que se habían apropiado de las instituciones. Había una canción de Caetano Veloso que decía: “Señor general, a usted yo no le gusto, ¿pero a su hija?”. Era como poner una quinta columna en la casa, pervertir a la hija... Y bueno, hablando salieron el matrimonio, la censura; las instituciones más blandas, digamos.
–¿Cómo te cayó la censura de Alvarez?
–Yo no soy tonto. Sabía que poner el Manifiesto Comunista en el medio de la represión era una locura, pero me gustaba la idea del shock. Me imaginaba cerrar el disco con un coro tipo (canta “Another Brick In the Wall”, de Pink Floyd): “Hey, teacher, leave the kids alone”, pero cantando “Proletarios del mundo, uníos…”. Y, no sé, vos fijáte que Alvarez era un editor de libros de izquierda. Era un tipo que sabía cómo venía la mano, sabía sobre el manejo de la palabra, y me preguntó si se podía decir eso mismo siendo más sutil.
–Entonces no fue censura...
–Nunca vino nadie a decirme nada. Ojo al piojo. Jorge Alvarez no era el poder. A mí me divertía ver hasta dónde daba el quía, hasta dónde se bancaba la realidad, hasta dónde cometíamos juntos un delito. Eramos cómplices del crimen. “Botas locas”, “Juan Represión”: si hubieran estado esos temas, no sé... Salió un disco mejor. “Tango en segunda” es mejor que los temas que quedaron afuera... Siempre que tuve problemas fue por tenencia o no tenencia, cosas que tenían que ver con las drogas, más que con la censura. A mí nunca me dijo nadie nada. Yo, a su vez, usaba ese alvarecismo de ver hasta dónde daba el asunto. Había visto los mecanismos que usaban para la censura con Miguel Cantilo o con León; ellos tenían problemas en serio, como Miguel con “La marcha de la bronca”. Yo era más un pendejo hippie al que le gustaban las pendejas. Pero molestar, nos molestaban. En los recitales se llevaban mucha gente presa, siempre había quilombos... Realmente nunca fui de la mano “A desalambrar”; hacer eso para ganarse el público siempre me pareció de última. Yo quería hacer discos y quería decir cosas. Quería rockear y tocar para la gente, y si te censuraban, fuiste.
–Además de las letras, lo sorprendente de “Instituciones” fue el giro musical…
–Se volvió al Sui Generis de antes, al Sui Generis hijo de Vanilla Fudge. En su momento me pareció medio low fi, que no estaba bien grabado. Pero no, está buenísimo. Flanger por todos lados. Así se hacía. Yo no sabía cómo grababa Jimi Hendrix, pero hacía lo mismo.
–¿Decidías todo en la grabación?
–El técnico estaba atrás de la consola. Había una cabina con terciopelo rojo, y los músicos no podían pasar a la consola. Un día grabo el solo de piano de “Un hada, un cisne”, y quedo recopado, y lo veo al tipo así (se tapa la cara con el brazo) y digo: “Uy, qué bueno, se recopó”. Estaba dormido, el boludo (risas)…
–¿Qué grabaste con La Pesada?
–Toqué en Tontos… Grabé un piano en “Gracias al cielo”: “Grass, grass, grass, gracias al cielo”… Ese long play era una cagada, pero a mí La Pesada me gustaba… A mí me gustaba todo. En la época en que La Pesada y Arco Iris se tiraban mierda, a mí me gustaban los dos… Arco Iris me encantaba.
–¿Cómo conociste a Spinetta?
–La primera vez que me habló era como Jimmy Page, o más… Yo siempre me sentí como invasor, ¿entendés? Eso pasó después, él se puso celoso. Fue en [el restaurante] Pippo. Se acercó a mi mesa, me dijo que yo tenía talento y que me cuidara de los vampiros. Yo me quedé contento.
–¿Le hiciste caso?
–Vivimos en una sociedad vampírica. Donde estábamos contratados era un vampirismo total. Depende de cómo te vampireen. Como dice una amiga española: “Que te cojan es una cosa, pero mejor que te cojan con una verónica”. Verónica es lo que se le hace al toro antes de matarlo; o sea: que te cojan con estilo (risas)… Alvarez era un genio en eso: no solamente te cagaba con la guita, sino que después te sentías culpable.
–¿Cuándo fue la primera vez que sentiste que los músicos eran los que vos querías, que estabas bien acompañado y que podías tener un buen intercambio musical?
–La primera vez… Supongo que con Nito, cuando quedamos los dos solos y vimos que funcionaba. Dijimos “Esto es” y nos jugamos por eso. Con Serú, por supuesto… Y con La Máquina ensayábamos diez horas por día… En el sótano del club de paleta de Bazterrica y compañía. Crucis nos cagó.
–¿Sonaba mejor?
–Sí. Era más palo. Nosotros éramos Yes y ellos eran Deep Purple, sonaba más rockero. Igual, de Crucis nadie se acuerda, y de La Máquina sí. Nosotros teníamos mejores canciones, pero ellos la del rock sinfónico la habían pegado, y tocaban muy bien. Pino [Marrone] era un guitarrista impresionante…
–Vos fuiste el productor del primer disco de Crucis…
–Los produje hasta que [Gustavo] Montesano se puso a cantar. Yo creía que el grupo era instrumental. Iba a los ensayos, y las partes de bajo y batería las ensayaban solos; eso era buenísimo, un relojito. El disco estaba por la mitad y estaba bárbaro, y de pronto llegó éste (berrea, burlándose de Montesano)… Era como Yes pero cantado por Laureano Brizuela (risas)… Dejémoslo ahí. Después hizo una carrera muy respetable y todo, pero en esa época ni afinaba.
–¿Cómo es que te cansaste de Sui justo cuando habías logrado el sonido que querías?
–No, lo que pasó fue que al poder tener teclados, le quitaba mucha preponderancia a Nito y a los demás. Les daba fiaca. Y además, con la llegada de la psicodelia estaban todos medio colgados… Yo también era psicodélico, viste, pero había que ensayar. Les di dos o tres meses de plazo: “Nito, tenés que venir con las cuerdas al ensayo”. Si en esa época se portaban bien, seguíamos. Si no, adiós. Nito se olvidaba la guitarra, no quería ensayar, o se quedaba curtiendo con una minita o una cosa así.
–Pará, vos no eras un santo...
–Sí, es cierto, pero wait: estaba muy copado porque habían aparecido los sintetizadores. Yo los quería, estaba podrido de tocar en un piano que no se escuchaba nada. Hasta que no llegó el piano Fender, yo no escuchaba nada y la gente tampoco, porque era muy difícil amplificar un piano. Soy un reventado, lo que quieras, pero cualquier tipo se cae muerto con lo que yo tomo en una mañana. Viste que cualquier careta se fuma un joint y ve pajaritos de colores… La verdad es que me puedo tomar dieciocho botellas de whisky y no me emborracho, no sé por qué. Soy muy sensible a los sentimientos, a eso…
–¿No te quedaste conforme con el disco “Adiós Sui Generis”?
–Sabés que se dice que no le di mucha pelota, pero hace poco lo estuve escuchando y me quedé impresionadísimo con la subdivisión que hacíamos de la música. Juan [Rodríguez, el baterista] tocaba como Keith Moon... Estábamos muy al palo… En vez de pensar el compás con cuatro negras lo pensábamos con dieciséis semicorcheas o algo así…
–¿No le agregaron nada en estudio?
–No. No había forma, en esa época.
–¿Hay algo que se pueda decir sobre Adiós Sui Generis que no hayas dicho?
–(Piensa.) Que me volví caminando a mi casa, solo por Corrientes, que me encontré con León Gieco…
–Eso ya lo dijiste…
–Entonces no.
–¿Es cierto que ese día te fumaste una docena de porros?
–Veintisiete.
–¿Entre cuántos?
–No, yo solo… Bah, qué sé yo, en el auto éramos dos. Dábamos vueltas alrededor del Luna Park en un Citroën con un amigo. Fuimos temprano, para ver a la gente…
–Bueno, no manejabas vos…
–No, yo no sé manejar.
–¡Veintisiete!
–Bah, no sé si 27; más de 20, seguro. Y pegaba, en esa época.
–¿Era mejor que ahora?
–Sí, mucho mejor.
–¿Es lo mismo tocar colocado que sobrio?
–Bueno, por ahí me estoy mandando en cana, pero lo raro es tocar sobrio. En esa época el porro era casi una religión. Uno se sentaba con los amigos, los armaba… Yo no sabía armar, los tenía que armar otro… Era una gran cosa, más social que individual, lo cual era bueno, porque todo el mundo se ponía high… En realidad, lo que te quiero decir es que es muy raro que yo me ponga borracho, no sé, no me pega el alcohol; a mi organismo ya no le hace nada.
–Alguna vez te pasó de subir al escenario y hacer cualquiera sin poder evitarlo…
–Aquella vez en Villa Gesell, por ejemplo… Me caía, loco. Pero eso no era por drogas, era por unas pastillas que me dieron cuando estuve en la clínica, que me hacían perder el equilibrio. Los efectos colaterales eran peores que lo que supuestamente te curaban.
–Nunca hablaste mucho sobre PorSuiGieco. Lo que se sabe es que organizaron una reunión para hablar de cómo los cagaban con las regalías, y que vos te aburriste y dijiste “Vamos a tocar”…
–…y nos siguieron cagando (risas). A ver… Con León yo siempre tuve una onda, un enorme respeto como persona y por lo que él hace… Siempre me transmitió seguridad, me pareció seguro, honesto, polenta. Nos encontramos en un par de recitales donde él era un poquito más conocido que Sui Generis. Desde que nos conocemos hasta ahora, nunca me defraudó, una persona muy correcta, y bueno, me gustaba andar con él y me gustaba también cuando cantábamos con Nito y con él. Estaba copado con las voces, me gustaba mucho Crosby, Stills, Nash & Young… Young era Porchetto, metía temas desbolados, que no tenían nada que ver con el resto. Y María también ponía lo suyo. Siempre me gustó mucho cómo cantaba. María, Nito y yo éramos como una familia. Lo de Porchetto era más su trip. A ver… Yo sería Crosby, León sería Stills y Nito sería Nash… y María, no sé, Joni Mitchell…
–Hicieron una gira con PorSuiGieco…
–Hicimos una gira que fue “Perros rabiosos e ingleses”, como la película, donde Joe Cocker perdió toda su fortuna… Nosotros también íbamos con perro: una amiga de María llevaba su perrito… Eramos, uy, cincuenta y… una bola de gente. Ibamos en un ómnibus, con muchos amigos. Me acuerdo con mucho cariño de PorSuiGieco. “[El fantasma de] Canterville” era lindo… “Quiero ver, quiero ser, quiero entrar”, también. “El fantasma”... es el cuento de Oscar Wilde, que me había impresionado mucho cuando lo leí de chico en una historieta, súper bien dibujado, transmitía muy bien la idea: un pobre fantasma, que había asustado durante toda la eternidad a la gente y ya no le daban bola. Uní esa idea con lo que estaba pasando en aquel momento… Una de las técnicas para que no te ocurriera nada era pasar inadvertido, hacerte el boludo, por eso dice: “Paso a través de la gente”… La compuse en la casa de María Rosa. Cuando sus padres dormían la siesta, yo me quedaba solo porque María iba a un colegio, y un día caché “El fantasma de Canterville” en la tele, una película horrible pero que me hizo recordar la historia. En esa casa también compuse “Yo era el rey…” [“Tribulaciones, lamentos y ocaso de un tonto rey imaginario, o no”] después de ver una película de romanos; “Confesiones de invierno” –con esa misma guitarra, pero en la pensión donde me fui a vivir con María–, y también “Aprendizaje”…
–“El fantasma” es un blues…
–…(Piensa.) Trato de acordarme cómo era originalmente, supongo que al principio era más folk, pero viste que en esa época, cuando uno no sabía qué hacer con una canción, hacía un blues. Ahora hacen un reggae (risas)...
–Pero lo censuraron y lo cambiaste por “Antes de gira”…
–(Se entusiasma.)… Ese tema es buenísimo, es uno de los que más me gusta. Tiene una música muy linda. Pasó igual que con “Tango en segunda”, en Instituciones: tuve que componerlo ahí, el último día. Me levanté a la mañana, nos teníamos que ir de gira, y esa canción era lo que nos estaba pasando ese día, muy sentida. Y la grabé y fue directamente al disco.
–¿Te gusta componer bajo presión?
–Bueno, che, masoquista no soy (risas)… No puedo evitar que en el estudio haga una cosa con el piano, por ejemplo, que dispare una cosa que no tenía prevista, y que el tema cambie totalmente. Creo que tanto los compositores como los científicos somos curiosos: queremos saber hasta dónde se puede llegar.
–¿Dónde estabas el día del golpe?
–¿El día que apagaron la luz? No me acuerdo.
–Ya estabas en La Máquina…
–Cuando terminé con Sui Generis, empecé a ir a la oficina de Oscar López. Había un Farfisa, nada del otro mundo, pero yo me llevaba los grabadores, me armé como un miniestudio. Ahí compuse “!Ah!, te vi entre las luces”. El socio de Oscar López tenía discos de Genesis, que entonces no era muy escuchado acá: Trespass, Nursery Crime… Yo hice varias canciones como minióperas… Cambié. Tenía los instrumentos en el momento correcto, salió toda la parte clásica que llevaba adentro y me sentí como pez en el agua. Al primero que llamé fue a Moro. Escuchamos un lp de Herbie Hancock, Headhunters, un tema que se llamaba “Camaleón” y le dije: “Esto es lo que quiero hacer”. Después lo llamé a José Luis Fernández, que tocaba el bajo en Crucis. Era de otro palo, pero nos fuimos conociendo…Y después estaba [Gustavo] Bazterrica…
–Era pendejo…
–Bazterrica nunca fue pendejo… (se ríe). En esa época el quía era un vasco católico, asceta a ultranza, con novia católica. Ideológicamente, medio psicobolche católico. No fumaba, no se emborrachaba, no creía en el amor libre ni nada de eso, hasta que entró en La Máquina. Gustavo tocaba con Porchetto; se lo robé a Porchetto. El último en entrar fue [Carlos] Cutaia, que lo había visto en Pescado Rabioso; él tocaba muy bien el Hammond y yo quería tener el Hammond, no para tocarlo yo, sino para que hubiera uno en el grupo. Nos gustaba mucho ensayar; agarrábamos un pasaje y lo gastábamos hasta que saliera perfecto. Cutaia tenía una forma cerebral de tocar: más cerebro que oído. El podía tocar completamente desafinado, pero si tocaba las notas correctas, no se daba cuenta. Cuando entró Cutaia, la primera reunión que hicimos fue para ir al psicólogo juntos; habíamos leído que Les Luthiers hacían eso y nos gustó. Cutaia fue el primero que se anotó.
–¿Y funcionó?
–(Carcajada.)… Imagináte: Cutaia, copado; Moro: qué carajo estamos haciendo acá (risas)... Cutaia y yo éramos los que más o menos disfrutábamos la experiencia. El tipo le preguntaba a Moro y Moro le hablaba del rock, del blues…, y me acuerdo que José Luis tardó en llegar, y a la media hora estábamos todos hablando mal de José Luis (se ríe)… Y en eso entró José Luis y dijo: “¿Hablaban de mí?”. Nos cagamos de risa y nos fuimos a la Costanera a comer un asado. Ya era Charly García, todo el mundo estaba esperando que grabara un disco; no había disuelto Sui Generis para no hacer nada. Era un momento genial para pelar otra cosa.
–El nombre viene de una historieta de Crist…
–Sí, era un tipo que se llamaba García, que tenía una máquina de hacer pájaros. Fue un nombre muy bueno para lo que yo quería hacer: una cosa sinfoniosa, con vuelo. Los muchachos querían sacar el “García” del nombre, y lo consiguieron cuando yo me fui (risas)… Una noche tenía que tocar con La Máquina en un club de mierda, en un primer piso en Laferrère de la poronga, una mierda. Y estábamos en un conflicto: los muchachos querían componer dos temas cada uno y eso no me gustó nada. Y estaban rayados porque en los carteles ponían “La Máquina de Hacer Pájaros y Charly García”, o “Charly García y La Máquina de Hacer Pájaros”, no sé. Entonces esa noche me hinché las pelotas. Había veinte personas. Le dije al sonidista que diera vuelta las cajas y tocamos tres horas sin parar, para nosotros. Fue bárbaro. Me robé una botella de whisky del bolichón y en la vuelta, en la combi, les dije: “Muchachos, is all yours, es La Máquina de Hacer Pájaros sin Charly García. Yo me bajo en la esquina”, y me fui al hotel donde estaba Zoca, con el whisky…
–¿Cómo la conociste?
–Renata Schussheim me invita a ver un ballet de una compañía de Minas Gerais, Brasil, todos hermanos, etcétera. Me shockea mucho la música de Milton [Nascimento]. La famosa “María María” estaba ahí; era como la vida de una mujer pobre en Brasil, que dormía en la calle, una tragedia, pero me impacta. Y a Zoca la conozco en una cena, y bueno, ella tenía un mes de temporada acá, nos copamos...
–¿Fue instantáneo o tuviste que trabajar?
–No, fue así, pumba. A los quince días, por alguna razón, la brasileña me infectó con la idea de que David [Lebón] tenía que tocar conmigo. Había escuchado discos de David y me dijo: “Vos tenés que tocar con ese tipo”.
Texto de Fernando Sánchez y Daniel Riera
Fuente: Rolling Stone
Publicado en la edición de Mayo de 2002
Gracias a Jairo por el aporte!
jueves, noviembre 27, 2008
Charly, talk
lunes, noviembre 24, 2008
El fin de la inocencia
Un buen día se terminaron esas tardes de sol blanco de invierno, con el olor rancio del manual Estrada para alumnos de primaria mezclándose con el del café con leche y las tostadas con manteca y dulce de la merienda materna. Las filas de la escuela habían sido derechitas, incluso tomábamos distancia haciendo un remedo del saludo nazi con el compañerito de adelante, en claustros donde nadie osaba decir que los próceres también iban al baño. Pero aunque esa calma relativa de los primeros años ’60 tuvo como telón de fondo a militares con vocación mesiánica como cortapisa de breves y débiles gobiernos democráticos, la sangre –la verdadera sangre- aún no había corrido. El mundo adolescente era ancho y fantasioso, el monopolio de la Playstation todavía una mera posibilidad de ciencia-ficción, y si bien los dictámenes de los mayores solían cumplirse más o menos a pie juntillas, el espacio de un joven todavía podía acomodar el reaseguro de los guisos de madre y los postres de abuela con una sabia, intuitiva desconfianza de ese maestro que siempre tenía la razón, aún cuando no la tuviera.
Cuando llegó el rock, con la tribu de La Cueva, con Almendra, con Sui Generis, no lo vivimos como algo de afuera. Ese rebelde que no quería ser esclavo de una tradición, esa balsa que quería naufragar, ese hielo que había que derretir, ese viento de los vivos que nos despertó eran, en esencia, la misma cosa: el ruido de rotas cadenas que consagraba el himno nacional aplicado ya no a la letra muerta de la retórica politiquera, sino a nuestras vidas contantes y sonantes. No queríamos ser adultitos, ni repetir como loros el catecismo rancio de padres, maestros y presidentes castrenses de mirada adusta y bigote tupido acerca del ser nacional y el futuro de grandeza que nos aguardaba si sabíamos ocupar nuestro lugar en la sociedad sin hacer olas.
Queríamos una vida. Así de sencillo. Fuimos primeros en ver que los diplomas, en definitiva, son de cartón y los días de sol hermosos pero finitos y que este momento es diferente a todos los anteriores; este momento es ahora y no vuelve nunca más. Ese instinto tácito de carpe diem fue el que nos empezó a congregar en los recitales primerizos del centro, en el Festival Pinap y en el Velódromo del B.A.Rock.
A nuestro alrededor, sin embargo, se estaba formando una tormenta. Un azote que despreciaba el valor primigenio del cual nacen todas las nociones: la vida. El mensaje era claro: “vas a vivir como yo quiero, con mis valores y mis jerarquías, o te voy a matar.” En la época de la triple A, en los primeros días del Proceso, los personajes de las canciones ya no sueltan frases asertivas, del tipo “tengo que conseguir mucha madera”, “cada día somos más”, “bronca con los dos dedos en v”. Ahora son reyes impotentes ante conjuras palaciegas asesinas, bardos que se preguntan para quién cantan si los humildes nunca los entienden, o jóvenes que, al amparo de la noche, cubren su cara y su pelo para escapar de algún lío en el que seguramente no participaron, pero que alguna fuerza nefasta omnisciente no tardará en endilgarles.
Por otra parte, conmueve la miopía de quienes -con el resultado puesto, además- le toman examen al rock nacional de tiempos del Proceso, sugiriendo que el movimiento, en su conjunto, no adoptó una posición más radicalizada frente al atropello militar. Lo que estos críticos (muchos de ellos aún de pantalones cortos cuando estos acontecimientos sucedían) olvidan es que entre 1976 y 1983, el mero hecho de estar involucrado en un quehacer artístico o literario ya era de por sí una forma real de resistencia frente al oscurantismo de Videla y sus sucesores, frente a la férrea censura que lo cubría todo pero, por sobre todas las cosas, para intentar superar el miedo, el desánimo y su última consecuencia, la parálisis existencial.
Serú Girán aparece en la escena nacional en donde la risa, el gesto espontáneo, la visión ambigua de la realidad y el libre debate de ideas habían sido suprimidos de cuajo. Todavía faltaban varios años para que se supieran los detalles más truculentos de desaparecidos y chupaderos, pero flotaba en el aire la sensación de un país sitiado por su propio ejército de ocupación. La peor represión, sin embargo, es la que uno va internalizando sin darse cuenta. En aquel entonces, que un músico se moviera demasiado sobre un escenario lo hacía acreedor, casi invariablemente, a las burlas y la denostación de su público. “¡Cirquero! ¡Quedate quieto y tocá!” es una frase que no le resultaba extraña de escuchar al Charly García de entonces. Pero pocas veces la mala vibra de una audiencia se convirtió a tal punto en protagonista estelar de un evento como en el llamado Festival para la Genética Humana que tuvo lugar en el Luna Park en 1978 y que marcó el debut de Serú Girán en nuestro medio. La intolerancia ya había boicoteado el set de grupos como Horizonte –que quiso amalgamar rock y folklore dos décadas antes de que se volviese cool- y de los brasileños Casa Das Maquinas, quienes regresaron a su tierra con una colección de aquellas pesadas pilas medianas que cargaban los grabadores de entonces. Después de quién sabe cuánto tiempo le tocó el turno de tomar el escenario a García, Lebón, Aznar y Moro, recién llegados de Buzios, donde habían puesto los toques finales de su primer disco.
El shock de la banda no pudo ser mayor: aunque Brasil estaba también bajo un régimen militar, el clima era bastante más descontracturado que la olla a presión argentina de entonces. Serú llegaba con una dirección musical centrada en canciones de buenas melodías, letras sensibles y armonías vocales cuidadosamente trabajadas, mientras que buena parte de la audiencia todavía soñaba con el blitzkrieg sinfónico de La Máquina de Hacer Pájaros.
El grupo tuvo su parte de responsabilidad en la debacle, también. El set fue corto y distante y el tema elegido para concluir, “Autos, jets, aviones, barcos” debe haber sonado como una afrenta ante quienes, justamente, no tenían la posibilidad de elegir esa vía rápida para salir de la pesadilla que compartían por aquel entonces veinticinco millones de conciudadanos. “Por el Ecuador, el trópico, el sol saluda a nuevos vagabundos / es que en tierra nadie queda / la verdad es que se está yendo todo el mundo…” Sonaba duro, sonaba cruel, pero era lo que estaba sucediendo, no sólo en Argentina y Brasil, sino también en el Chile de Pinochet y el Uruguay de Bordaberry, donde la imaginación popular graficó el éxodo masivo con una frase que luego tuvo copiones fronteras afuera: “Borda… el último que salga que apague la luz de Carrasco…”
El enamoramiento del público argentino con Serú Girán fue lento a la vez que progresivo. Pronto tuvieron un primer álbum sobre la mesa, inaugurando las operaciones del sello Sazam, un disco donde los estímulos cruzados eran difíciles de asimilar, ya desde el tema que lo iniciaba, “Eiti Leda”, un rebautizo y rearreglo del “Nena”, creado en los días de Sui Generis. Matizado con los arreglos orquestales de Daniel Goldberg, el piano de Charly, la guitarra funky de David y el omnipresente bajo de Pedro se repartían los pasillos instrumentales de una historia de amor en una ciudad que se ha vuelto ajena, entre autopistas con infinitos carteles que no dicen nada, donde el protagonista imagina con melancólico anhelo “el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados…” Similar intimación de Paraíso Perdido ensaya David Lebón –ya sin ambigüedades- en “El mendigo en el andén”, un menesteroso enamorado cuyo habitat es un pueblo fantasma “donde nunca pasa el tren”. Si esta imagen resulta coherente con la de un país espectral en el que se había interrumpido el libre tránsito de las ideas, es comprensible que algunos sólo busquen la evasión de la noche frívola, como la protagonista de “Seminare”, a la que Lebón le advierte, con un delicioso tono a mitad de camino entre la resignación y el despecho: “esas motos que van a mil / sólo el viento te harán sentir / nada más…”
Es interesante, también, ver cómo Serú Girán se ve a sí mismo, a través de dos temas de los que rara vez se ocupan los comentarios de la prensa ni las antologías. La melancolía del brevísimo “Separata” y el rock and roll falsamente fiestero de “Voy a mil” hablan en esencia de lo mismo: del nuevo status profesional adquirido por nuestros músicos, el cual no los libra de las obvias trampas de su entorno, desde las presiones y expectativas de su público, hasta un productor que les paga en “especies” que los tienen siempre a mil, como el conejito de la propaganda de pilas.
Pantalones largos
Serú Girán rompe el limbo de su útero gestor brasileño cuando decide remontar las críticas iniciales negativas a pura música. Una seguidilla de shows de dientes apretados y aplastante técnica se suceden en la temporada 1978-79 en el Teatro Astros primero y en Auditorio Buenos Aires después. Para todo el que quiera escuchar, ya es obvio que no hay un solo grupo en Buenos Aires que suene con la justeza instrumental, la riqueza de voces y los sofisticados arreglos que exhibe el cuarteto. Faltaba no obstante, el testimonio discográfico que los ubicase en una liga diferente. Que uniese la maestría musical a un mensaje urticante. Eso fue La Grasa de las Capitales.
Difícil concebir un epitafio más rotundo a la concepción de mundo de los dorados ’60 que esa estrofa inaugural del disco con los músicos cantando a capella: “¿Qué importan ya tus ideales? / ¿Qué importa tu canción? / La grasa de las capitales cubre tu corazón…” Después, sobre la hecatombe de un rock encabritado, Charly trazaba un minucioso destripado de una sociedad caída, más que desgracia, en… grasa. Bajo la monocromática Pax Videla florecían las revistas semanales como la que emula la tapa del disco, asegurándole a un público goloso e indiferente que éramos “derechos y humanos”. Sus páginas también destacaban la nueva aristocracia de las modelos fashion, íconos de la próxima década bulímico/gimnástico/merquera. Las radios empezaban a transar con las grabadoras a tanto la pasada y a hablar en términos de “formato” y la televisión esculpía el modelo de los Campanelli como metáfora de la familia tipo argentina: ruidosos, atropellados y bastante boludos pero, eso sí, ¡qué tiernos!
En el libro de George Orwell 1984 el protagonista Winston Smith –cuyo espíritu cuestionador y disidente es la raíz de su eventual condena- se pregunta cómo puede ser que el modelo de ciudadano ideal que fomenta el Gran Hermano propugne cuerpos esbeltos dignos de Adonis, cuando la realidad de la calle muestra físicos enjutos y esqueletos más típicos de escarabajos que de seres humanos. De un modo análogo debemos comparar las postales con el sello de aprobación oficial que mostraban multitudes sonrientes y blanquicelestes, asoleándose con el blasón del reciente campeonato mundial conquistado, en franco contraste con la oscuridad interior que describe Serú Girán en “Noche de perros”, canción que expresa como ninguna la tétrica sensación de sentirte un extraño en tu propia tierra: “…vas perdido entre las calles que solías andar / vas herido como un pájaro en el mar…”
El atractivo de la frivolidad es su falta de forma. Como un disfraz de baile, como un condón, la frivolidad se pone y se descarta, pero no deja huellas perceptibles. Es un maquillaje ideal para superar trances donde no hay un destino cierto o un norte existencial al que apostar a largo plazo. Serú Girán apostrofaba a gusto sobre la frivolidad musical en “Frecuencia modulada” y hasta blandía un dedo acusador -al que podíamos tachar de misógino- en la deconstrucción del personaje femenino que hace Charly en “Perro andaluz”, pero no se puede aminorar de ninguna forma el golpe letal de “Viernes 3 A. M.”. Como un epitafio anticipado en dieciséis años a la auto-inmolación de Kurt Cobain, Charly trazaba minuciosamente la breve carrera de un idealista que fue mudando de piel hasta cambiar tiempo, amor, música, ideas, sexo y dios, hasta quedar arrinconado por sus propios límites y su propia frustración. Encerrado ante la única salida, final y desesperada, con un corolario de “hojas muertas que caen…” Los que no pueden más, se van. Lacónico y lapidario. Pero fueron también muchos los que pudieron y se quedaron. Para disfrutar del “déme dos” del veranito soleado de clase media argentina que inauguró el ministro José Martínez de Hoz. No tendré utopías pero tengo televisión color.
Saliendo de la melancolía
Bicicleta trae un cambio de táctica. Cuando sale en 1980 Serú Girán es masivo, como atestiguaría su presentación multitudinaria en Obras Sanitarias, con lujosa escenografía de Renata Schussheim. El cambio de táctica comienza por una música más suelta y espaciosa y unas letras que ya no ponen tanto en énfasis en la primera persona y se atreven a ser mordaces contando historias. Viñetas como la de los viejos tangueros que inevitablemente salían por la pantalla chica en Grandes Valores del Tango y que –en aquellos tiempos era políticamente correcto- denostaban al rock –una competencia cada vez más molesta- cada vez que tenían un micrófono a mano. “A los jóvenes de ayer”, una diatriba propia de un escorpiano rencoroso, los ponía en su lugar, enrostrándoles su anacronismo y su falta de audacia artística. Pero Charly, cebado, no era mucho más generoso cuando se sentía él mismo el blanco de la crítica generacional. El tiempo le daría la razón, pero en aquel entonces “Mientras miro las nuevas olas” sonaba auto indulgente cuando no lisa y llanamente soberbio al manifestar “mientras miro las nuevas olas / yo ya soy parte del mar…”
Un Charly García enfocado y comprometido encontró el camino hacia la denuncia más clara y a la vez literariamente elegante de los crímenes de la dictadura merced a una metáfora lewiscarrolliana. No era algo nuevo dentro del rock. Grace Slick se había valido ya de las correrías surrealistas de Alicia en el País de las Maravillas para evocar un viaje de LSD en “White rabbit”, de Jefferson Airplane, pero nadie había echado mano todavía al escritor inglés decimonónico para elaborar una parábola tan exacta y aterradora sobre los asesinatos, la desinformación y la sistemática negación de los desaparecidos que campeaba oronda por los despachos oficiales del Proceso. “…No cuentes lo que has visto en los jardines no tendrás poder / ni abogados / ni testigos…un río de cabezas aplastadas por el mismo pie / juegan cricket bajo la luna / estamos en la tierra de nadie, pero es mía / los inocentes son los culpables dice su Señoría, el rey de espadas…”
Es interesante ver cómo Serú Girán no se agota en su faceta testimonial pero al mismo tiempo jamás la sacrifica ni la oculta. La excelencia musical de Bicicleta, por otra parte, parece algo que les sale naturalmente a los cuatro músicos. Los remolinos piazzollianos al principio de “A los jóvenes de ayer”, las armonías a tres voces, los diálogos instrumentales… todas las pistas sugieren un meticuloso trabajo de composición y de arreglos pero, a despecho de la complejidad alcanzada en estudio, no hay nada que Charly, David, Pedro y Moro no puedan repetir con igual aparente simpleza sobre el escenario. El ’80 es el año del encuentro triunfal con el Jade de Luis Alberto Spinetta en Obras Sanitarias –en principio, para desmentir un brulote pueril acerca de una supuesta enemistad entre los dos popes máximos de nuestro rock- y también de un muy digno pasaje de Serú por el Maracanazinho de Rio de Janeiro en ocasión del Festival internacional de Jazz celebrado allí. Serú toca con su habitual aplomo pero la hora -3 de la tarde- no es la mejor y el repertorio algo “down” para la efervescencia carioca. También sirve para hacer buenas migas con los músicos del Norte, que por aquel entonces parecía estar mucho más lejos. Charly conoce a Jaco Pastorius (por entonces en Weather Report) y Aznar a Pat Metheny, un músico que sería importante para sus pasos futuros.
Toda banda gana en estatura cuando en ella hay dos polos de poder y en Serú Girán la figura de David Lebón siempre fue el contrapeso justo para la exhuberancia de García. El pathos en la voz de Lebón ya le había brindado una dimensión diferente a temas como “El mendigo en el andén” o “Noche de perros”. En Bicicleta, David surge en un nuevo plano de conciencia existencial dentro de la banda. En medio del vértigo de un grupo que pasaba por momento de mayor popularidad y empezaba a disfrutar de las prebendas acordes a su status, Lebón acuña temas como “Cuanto tiempo más llevará”, donde propone un cable a tierra frente a los mareos que acechan en las alturas de ese particular Olimpo: “…ilusiones, letras de cristal, simulando que sabés adonde estás… y con el tiempo, la magia de estar aquí / vas suponiendo que sabés adónde debés ir / cuando ignorancia corre por tu cuerpo hoy…” En el mismo disco está el homenaje a su hija Nayla, a la que estuvo a punto de perder en un horrible accidente doméstico, y “Encuentro con el diablo”, a dúo con García, un tragicómico relato del intento del Proceso de ganarse la confianza de los jóvenes mediante una convocatoria a sus ídolos rockeros: “…Nunca pensé encontrarme con el jefe / en su oficina de tan mal humor / pidiéndome que diga lo que pienso / qué pienso yo de nuestra situación…”
Esa búsqueda existencial de Lebón daría el tono de dos de las mejores canciones del siguiente disco de Serú Girán, Peperina. Una de ellas, “Parado en el medio de la vida”, con un título que lo dice todo, David la escribe solito. La otra, “Esperando nacer”, con Charly. Ambas son emblemáticas de un disco que se plantea un renacimiento, como si Serú Girán se negase –años antes de la inmortal frase del Indio Solari- a que se consumara un último secuestro, el de nuestro estado de ánimo. El mensaje tácito del disco es que llegó la hora de soltar lastre. El lastre de las ilusiones hipponas (“Peperina”) pero también el de la ilusión del hiper-consumo acuñado al sol del veranito del dólar barato que había ventilado Martínez de Hoz (“José Mercado”). El lastre mayor, sin embargo, parece ser la melancolía. El peor alineamiento astral se produce cuando la realidad claustrofóbica de afuera se mezcla con la cerrazón de adentro y Charly, en “Salir de la melancolía”, echa mano a una de las mejores melodías de Peperina para hablarle a un manipulador amoroso con el tono cariñoso que se le reserva a un amigo : “…Rompe las cadenas que te atan a la eterna pena de ser hombre y de poseer / es un paso grande en la ruta de crecer.” Charly siempre parece tener un poco de romanticismo y realismo mágico en sus alforjas y aquí esto aflora en dos canciones de especial belleza: “En la vereda del sol” y “Cinema verité”, que nos remite a otra de sus típicas viñetas hollywoodenses, esta vez con un set armado en alguna playa exclusiva del Cono Sur.
La consecuencia lógica de esta nueva cruzada temática en pos de levantar el copete colectivo fueron dos temas nuevos que Serú Girán estrenó en sus recitales triunfales del Teatro Coliseo, en la Navidad de 1981 los cuales -junto a la seguidilla de shows de marzo del ’82, un mes antes de Malvinas- serían el canto del cisne para el cuarteto de García, Lebón, Aznar y Moro. No era difícil adherir a ese sentimiento de hartazgo de Serú para con la tristeza y la obsesión con el bajón, y rescatar, a través de Charly, esa bronca que ya empezaba a ganar las calles, esas ganas de tener una alegría que García tan bien expresaba en “No llores por mí, Argentina” y “Yo no quiero volverme tan loco”, que a cargo de Serú tiene el ritmo de rock maníaco que necesita su letra: “…voy buscando el placer de estar vivo / no me importa si soy un bandido / voy pateando basura en el callejón…”
Algunos se rasgaron las vestiduras con el final supuestamente abrupto de Serú en marzo del ’82, precipitado por la decisión de Pedro Aznar de viajar a Estados Unidos para unirse al grupo de Pat Metheny. (Diez años después hubo repechaje, pero la reunión no dejó efecto residual, más allá de los shows masivos de River y de un álbum de estudio, más interesante por su fuego disfuncional que por el escaso esfuerzo grupal implícito.)
Si observamos de cerca, no obstante, comprobaremos que Serú Girán se separó en el momento indicado, tras haberle brindado a nuestra música popular uno de los grandes repertorios de toda su historia. Charly García, David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro se despidieron después de haber descrito una parábola perfecta. Fueron un referente crucial de arte, de resistencia, de fe y hasta de alegría, en un período donde lo que estaba en juego era la supervivencia –en el sentido literal y espiritual- de toda una generación.
Fuente: Mundo Rosso
Publicado en la edicion de Septiembre de 2006 en la revista La Mano
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