jueves, julio 11, 2013

A 7 años, Oscar Moro, se fue el baterista que tocó con todos

Integró Los Gatos, Seru Giran, Color Humano, La Máquina de Hacer Pájaros y Riff, entre otros grupos. Desde el regreso de Seru en el ’92, las noticias sobre Moro tuvieron más que ver con su estado de salud que con proyectos musicales.

Cinco días después de la muerte de Pappo, Oscar Moro asistió a una minicumbre del viejo rock argentino, que Página/12 había producido a modo de catarsis. La cita fue en el bar de la esquina de Belgrano y Chacabuco. Estaban Machi Ruffino, Pomo, Héctor Starc, Sebastián Bereciartúa –el hijo de Vitico– contando anécdotas. Lo que pasa en los velorios cuando el muerto parece renacer en cada palabra. Y de repente, bastante tarde, irrumpió Moro. Tenía los ojos un tanto rojos, dificultades para hablar y estaba rabioso por la forma en que había muerto su amigo. Alcanzó a decir: “Esto es un llamado de atención para todos nosotros”. El resto lo miró, pero siguió con Pappo. Para la sesión de fotos, al fotógrafo se le había ocurrido trepar a la terraza del diario e inmortalizarlos desde allá. La orden era que posaran sobre la avenida Belgrano, cada vez que el semáforo de Chacabuco se ponía en rojo. Pero a Moro lo paralizó el verde del semáforo y quedó congelado en el medio de la avenida, duro y equidistante de las dos veredas. Un Renault le pasó finísimo por la derecha y un Senda tuvo que frenarle casi encima para que el legendario baterista –y este cronista, que lo tenía abrazado ante el peligro– pudieran seguir respirando un tiempo más.

Créase o no, fue como un presagio. Aquel versátil baterista que había llegado a la cumbre de su carrera acomodándose a las variables rítmicas y melódicas de Seru Giran; aquel que había podido interpretar la maraña de arreglos que Edelmiro Molinari inventaba para Color Humano; aquel que formó el primer verdadero seleccionado de talentos que fue La Máquina de Hacer Pájaros, había perdido los reflejos musicales y vitales. Hacía mucho tiempo –tal vez desde el regreso de Seru en el ’92– que las noticias sobre él tenían más que ver con un frágil y descendente estado de salud –efecto del alcohol y las drogas– que con algún proyecto musical que valiera la pena contar.

Ese día Moro habló sobre Los Gatos y Riff (ver aparte), los dos proyectos que había compartido con Pappo. Pero su historia ofrece mucho más. Y se remonta a los primeros ‘60, en Rosario. Allá nació, hijo único, el 24 de enero de 1948. Cursó la primaria y la secundaria en los mismos colegios que Litto Nebbia (el Sarmiento y el Liceo Avellaneda) y, mucho antes de integrarse a Los Gatos, compartía bandas y tocadas en bailes de Carnaval con otro Gato, Kay Galiffi. Litto Nebbia, en su libro Una mirada, rescata un hecho que podría haber determinado la muerte temprana de ambos. Aún no se habían formado Los Gatos y Ne-bbia ya andaba con el pelo largo. “Una noche íbamos con Oscar Moro a una timba de poker que se hacía en un barrio lejos del centro, y de pronto en la oscuridad de la calle nos empezó a seguir un tipo en moto, que se subió a la vereda y nos impidió el paso. Sacó un revólver y, apuntándome, comenzó a decirme que yo era la deshonra de los hombres y que me iba a matar, porque no merecía vivir. Yo quedé inmóvil, pero Moro se arrodilló en el piso y comenzó a pedirle que no me matara, prometiéndole que al día siguiente me llevaría a la peluquería para que me lo cortaran.” El recule de ese loco permitió que Los Gatos existieran. Mediando 1966 –desaparecidos Los Gatos Salvaje–, Moro, que trabajaba en una florería, y Galiffi, fueron convocados por Nebbia y Ciro Fogliatta y, previa estadía rotosa y pobre por una pensión porteña, Moro se encontró contando parva de billetes tras el primer éxito del rock criollo: “La balsa”, que vendió 200 mil copias. Pasó de agujeros con tela a camisas de colores, que lo visten en las tapas de los primeros tres discos de la banda: La balsa (1967), Viento dile a la lluvia y Seremos amigos, ambos de 1968. Ese temprano Moro muestra una ductilidad capaz de vestir de toques beat temas como “El vagabundo” o ponerse psicodélico en “Cuando llegue el año 2000”.

En la segunda etapa de Los Gatos, se choca por primera vez con Pappo. En 1968, la banda se distancia. Galiffi se enamora de una brasileña, Nebbia se queda en Buenos Aires para su arranque solista y Moro se va a Estados Unidos con Ciro y Alfredo Toth. Al regreso, Billy Bond y Rubén Amándola –manager– mediante, estaba todo cocinado para unos nuevos Gatos con Pa-ppo en guitarra. Es la época de la “conversión pesada” y los dos mejores discos de la banda –y, tal vez, de los mejores del rock argento–, Beat Nº 1 (1969) y Rock de la mujer perdida (1970), en el que, por primera vez, participa de los créditos en el instrumental y psicodélico “Invasión”, que dura más de 7 minutos. A fin de año, la agrupación se separa definitivamente, Oscar viaja a España, trata de armar un proyecto con Pappo, pero le va mal. Retorna, toca la batería en Huinca –junto a Nebbia, Cacho Lafalse y Gabriel Ranelli– en 1972 y luego reemplaza a David Lebón en la bata de Color Humano para grabar el doble que contiene “Pascual tal cual”, “Hombre de las cumbres” y el intrincadísimo “La sangre del sol”, cuya ejecución le otorga un plus de prestigio entre los círculos experimentales de la época. Tal vez haya sido el detonante para que Charly García, en su etapa más sinfónica y elaborada, lo pensara como parte de La Máquina de Hacer Pájaros.

Luego de un fugaz paso folkie por la banda de León Gieco, Moro se integra a La Máquina y esta vez su compañero de base es José Luis Fernández, un joven rocker de 16 años con una vena impresionante. En “Boletos, pases y abonos” del disco debut (publicado en 1976), muestra su inclinación hacia la percusión afro, que asomaría en Seru Giran y explotaría en el dúo que formaría en 1983 con Beto Satragni y Ricardo Mollo como invitado. En el medio, llega el cenit de su carrera: Seru Giran y el mítico origen en Buzios, Brasil. Entre el amor de su mujer y el nacimiento de su primer y único hijo, Moro se convierte en un baterista capaz de “entender” el bajo sin trastes con olor a jazz-rock de Pedro Aznar, los delirios orquestales de Charly y el zigzag de sonidos que propone David Lebón con su guitarra. Ahí quedan la suavidad del toque en “Seminare”, la potencia de la intro en “La grasa de las capitales” o el avance afro de “Nunca pensé encontrarme con el diablo”.

Del epílogo de Seru para acá, la luz de Moro se fue apagando de a poco: su conversión metálica con Riff VII (1985); el multimillonario pero flaco retorno de Seru en 1992, el breve regreso de Color Humano en 1995 y un devenir oscuro poblado de internaciones, algunas clínicas musicales, drogas baratas y alcohol. “Después de haber recorrido un largo camino con Moro como músico, sonidista, fan; después de haber vivido y soportado la misma enfermedad sólo deseo que por fin pueda descansar en paz”, testamenta Héctor Starc. Dios intentó devorarlo muchas veces, incluso ante nuestros ojos, pero al final acertó con una úlcera fulminante.

Por Cristian Vitale
Fuente: Pagina 12 (Publicado 12/07/2006)